Con Rosella éramos compañeros de
la Facultad de Educación. Yo estudiaba Biología y ella Matemáticas. Era guapa,
me gustaba. Me saludaba amablemente. Era popular y con un número importante de
admiradores. La veía y mi corazón palpitaba. Una vez más en la semana
universitaria canté, bailé y reí, y logré con paciencia bailar una canción de
salsa con la princesa. Sólo una. Ella tenía muchas solicitudes. La fiesta
terminó a las 2 de la mañana, cerraron las puertas. Con mi amigo Oliver bebimos
una hora más y emprendimos la marcha a casa. Y al pasar deliberadamente por la
casa de Rosella nos dimos cuenta que su cuarto tenía la luz prendida y logré
divisarla y Oliver me dijo “Tú cantas más o menos bien, cántale una serenata
ahora, es tu gran oportunidad”. Yo, envalentonado, enamorado y borracho, comencé
a cantar el Ay, ay, ay de Osmán Perez Freire. La mejor partitura para la mejor
doncella. Con una gran canción operática iba a cerrar está gran ocasión y
brillaría por las mías. A los quince segundos de mi sublime interpretación
lírica Rosella cerró la ventana y la cortina y apagó la luz. Quedé perturbado, exterminado,
tronado. Mi amigo intentaba consolarme señalándome que Rosella no apreciaba la
música culta. Cuando ella me veía en la Facultad, cambiaba de pasillo. Oliver le
contaba riendo a los compañeros de Biología los sabrosos detalles de mi naufragada
serenata. Era famoso. Toda mi juventud y dignidad se fueron el cementerio.
¿Elegí mal la canción, el escenario, el horario? Los borrachos no solo chocan automóviles,
generando dramas.
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