Desde niño vi como los jóvenes del campo
se subían con esperanzas al tren en la estación “Riachuelo” que los trasladaba
a Santiago, a la gran capital en busca de nuevas oportunidades o tal vez como
una forma de alejarse de la inmutable desventura agrícola. Algunos hablaban de
un gran futuro. En ese campo el trabajo consistía en someterse al látigo de don
Aurelio o nada, que junto a su familia eran los dueños de la tierra en aquellos
años. Cuando crecí yo me subí con fe al tren mágico casi sin pensarlo con una
pena de mi madre y un consejo rudo de mi padre de que “la vida es demasiado
dura” sin importar en donde resida el cándido peón. En Santiago, después de
batallar muchos años, terminé viviendo hacinado en un cité de la periferia con
mi familia. Era un obrero de la construcción esquivando el hambre con malabares.
El empresario Lorca nos pagaba mal porque la mano de obra barata sobraba. En todos
lados era lo mismo. La pobreza fue mi compañera desde la cuna, en la pocilga
cerca del río, hasta mi insignificante partida. En la existencia hay que tomar
decisiones definitivas y yo opté por el tren mágico que casi siempre me generó
la sensación de que huía de las carencias de mi niñez. Esa energía fue útil. Y no
iba a regresar derrotado a “Riachuelo”. En el bar era difícil definir cual
historia era más desconsoladora que la otra. Cada botella era una tragedia
griega, la clase obrera y campesina lo eran. La desnutrición era un problema
nacional, una vergüenza. La desdicha era el adn de casi todos mis compatriotas.
Cual más cual menos éramos todos piojentos. Fanfarronear era irrisorio. Las excepciones
habitaban en barrios lejanos y bien protegidos. Cada uno se subía o inventaba
un tren mágico. Los había de diferentes colores y dimensiones. Era el fármaco
natural y poético del postergado, junto al vino. La imaginación estaba repleta
de estaciones de trenes que nos llevaban a sitios espaciosos y florecientes. Cuando
dejé de creer en el ferrocarril por ser viejo vi a un joven subirse a uno y a
una madre llorar. Guardé un respetuoso silencio. La esperanza renacía. El ciclo
de la vida real es insufrible, los ciclos de nuestras fantasías son tolerables
y nos despegan del suelo por periodos indeterminados.
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