Ambos teníamos trece años y cursábamos
el séptimo básico en la Escuela 1. Fuimos conversando y conociéndonos en los
recreos y en las plazas. Lisa iba en un curso distinto. Los fines de semana nos
juntábamos en hogares alternados. Cada uno ponía su casa para la siguiente
fiesta. La ciudad en ese entonces era segura. Yo la observaba como un idiota y
hasta los floreros se daban cuenta. De la noche a la mañana me convertí en un
discípulo de Romeo. A ella le agradaba bailar conmigo y siempre estaba cerca y
eso me trastornaba. Quería suponer que nuestro amor estaba predestinado. No podía
ser de otra forma. No creía en las coincidencias. Una noche, no sé de donde
tomé valor y la invité a conversar al balcón y le pedí, colorado entero y
avergonzado, que fuera mi polola. Ella guardó un aterrador silencio y me dijo
que lo pensaría una semana y que me contestaría el próximo sábado en la noche,
en la siguiente fiesta. No hice objeciones. Bailamos unos lentos y me fui a mi
casa escoltado por ángeles cantores. Mi hermano mayor se reía y me daba un muy
buen pronóstico porque cuando la respuesta es no las mujeres lo expresan de
inmediato. Las probabilidades y las estadísticas estaban a mi favor. Esa semana
se me hizo un año, una película de terror. En el recreo escolar intercambiábamos
gestos y palabras y mi cara de enamorado era todo un exceso, un espectáculo. Me
comí todas las uñas hasta que llegó el esperado sábado en la noche, con luna
llena, además. Lisa, bien vestida y perfumada me llamó a un lado algo escondido
y me dijo que sí, que aceptaba ser mi polola y entonces la besé, rodeado de
nubes. No podía creer lo que me sucedía y trataba de calmarme. Esa noche no nos
separamos ni por un segundo. Para mí Lisa lo era todo y nada más había o
existía en este mundo. En el recreo estábamos juntos con discreción. Caminaba al
lado de ella como si fuera su sombra y le escribía un poema todas las semanas. Yo
no era normal. Todos ya sabían que Cupido pasó por el séptimo grado. La severa
inspectora no aceptaba los amoríos en la prestigiosa Escuela Fiscal 1. Era noviembre
y se acercaban la navidad y las vacaciones en nuestra querida Arica, llena de
playas y sol. Lisa obviamente era mi futura novia y esposa. Todo en mí estaba
resuelto y no conjeturaba otras alternativas. Mi hermano ya no se reía tanto y
al verme embobado me pedía calma y que caminara más despacio. Ese año nuevo que
pasé en la playa Chinchorro con Lisa fue soñado. Toda la ciudad se iba a la
playa a ver los fuegos artificiales. Lisa se aprovechó de despedirse temporalmente
porque se iba de vacaciones a Viña del Mar junto a su tío Evaristo. Me entristecí.
Nos escribíamos todas las semanas hasta que en una oportunidad me comunicó que
se matricularía en marzo en una escuela viñamarina. El padre de Lisa fue ascendido
en la empresa y se fue de Arica por siempre. El drama en mi vida comenzaba y mi
hermano se preocupaba más. Nos prometimos mil cartas pero desde mayo de ese
mismo año ya casi no me escribía y yo por dentro me moría y le supliqué que me
dijera la verdad o de lo contrario iría a la ciudad jardín a buscarla
personalmente. Entonces ella me señaló con claridad que amaba a un joven de
catorce años que cursaba primero medio en su colegio y que salían juntos desde
mayo. Era el segundo mazazo. Primero se me iba y segundo ya no me amaba en lo
más mínimo. Lisa me olvidó, el cataclismo es completo. Comprendí porque el
Apocalipsis es tan popular. La que iba a ser mi esposa y el amor de mi vida era
nada. Terminé mi octavo año sin recomponerme del todo. Me sentaba en los
lugares que nos habíamos sentado juntos sin olvidar ninguno, abrazando el aire.
En la secundaria también besé y bailé con otras señoritas y borré de la memoria
casi todo. Terminé la universidad y hallé un buen empleo en Santiago y de
repente me encuentro cara a cara con Lisa en el Paseo Ahumada. Los dos teníamos
veinticinco años. La conversación fue rutinaria y mi respiración fue siempre
normal porque no sentí nada especial, absolutamente nada. Con una taza de café
bastó. Era otro y ella se veía distinta, sin esa chispa del séptimo grado. No inquirí
en mayores detalles. Me reconoció con agrado que la amé como un genuino loco. Ambos
seguíamos solteros. Nos despedimos y no le pedí su número de teléfono y no nos
volvimos a ver. La que fue el amor de mi vida y que me había generado ilusiones
y tormentos se había ido, ya no existía. Cuando paso por la Escuela 1 recuerdo
con cierta nostalgia tonta a la que iba a ser mi cónyuge, mi Julieta. Lisa me
dijo que todos mis poemas estaban bien guardados en una caja y yo como poeta
soy y fui un desastre garantizado.
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