El “coroco” nació escuchando
rock and roll. Su mamá era fanática de Elvis y de Bill Haley y sus cometas. Y
como poseía una destreza musical considerable su apego y vicio por la guitarra
no se hicieron esperar. Siguiendo su natural indocilidad adolescente quería
experimentar algo más potente, y fue más allá. Formó la banda de rock pesado “Mausoleo”
en las que interpretaba éxitos extranjeros y algunos propios. En la ciudad los
metaleros duros formaban una comunidad, una congregación o una secta, como
dirían otros. Como terminó la secundaria en un politécnico como técnico
contable trabajaba en una empresa privada de día, encubriendo sus tatuajes. De noche
el “coroco” era un guitarrista aplaudido y apreciado y se juramentó con otros
ser metaleros hasta el fin, ser consecuentes siempre. El metal se lleva por
dentro. El sentimiento era poderoso y profundo. No ganaba casi nada de dinero
porque el público metalero leal y disciplinado era poco en la ciudad y la
recaudación penosa, escueta. Ahí conoció a Piedad, que llegó por curiosidad a
escuchar a los metaleros y le llamó la atención el vehemente guitarrista de “Mausoleo”.
El amor y los besos fueron rápidos, y sinceros. Cuando ella quedó embarazada
armaron una pieza especial en la casa del rockero de clase media. No se casaron
porque el amor y el niño no necesitan papeleos. Una vez ella fue a comprar al
centro e ingresó inesperadamente a la casa el baterista del grupo que elevó el
volumen de la radio metalera y el bebé se despertó llorando. No era la primera
vez que ocurría. Otra vez Piedad regañaba al “coroco” y le suplicaba que abandonara
ese ensordecedor y endemoniado estilo. Le rogaba que conformara una banda de
cumbia o salsa y que trabajara en un local nocturno por una remuneración que les
ayudara realmente. La salsa, el merengue y la cumbia tenían muchísimos clientes
y aficionados adultos con billetes en el bolsillo. El dinero y el talento se
atraen. Para ella que un guitarrista de treinta años insista en un estilo que
empobrece y que le revienta los oídos a cualquiera era ya inaguantable. Piedad le
seguía implorando y en más de una oportunidad pensó en abandonarlo mas amaba a
su guitarrista y administrativo de bajo perfil. No estudiaba más porque su
pasión lo absorbía. Pasaron los trienios y todo continuó igual. La existencia
de la familia fue plana. No había un futuro para ella o para su hijo y había en
el hogar un músico capaz que no agachaba su cabeza ante el dinero o ritmos
bailables que insultaban sus hondos principios rockeros. La música popular
transaba, se vendía. Ser de una sola línea, enfrentando los duros momentos de
la vida, siempre es difícil. Un día, cuando el “coroco” cumplió cincuenta años
de edad fue premiado públicamente por la comunidad metalera por su gran aporte
al rock pesado de la ciudad. Más de treinta años junto a “Mausoleo” levantando
las banderas de la rebeldía le dieron cierto prestigio y reconocimiento. El “coroco”
nunca se prostituyó. Era como un monje del rock. El “coroco”, emocionado,
prometió seguir siendo consecuente y coherente con la controvertida música
pesada hasta el último día, sin importar las peripecias, las privaciones o las
desgarradoras críticas. Piedad, que no quería saber nada de la premiación, se
enfadó una vez más y una vez más de nada sirvió. Dicen que el “coroco” murió
con una guitarra negra en las manos. A pesar de que perdió parte de su
capacidad auditiva, fue fiel a su pasión. Son pocos los hombres consecuentes.
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