El deseo de abastecerme
de algunas bolsas de jugosas manzanas rojas, me guió al almacén del iracundo y
mísero don Pedro, de delantal blanco.
-¿Cuánto vale la bolsa de esas manzanas? –pregunté.
-Quinientos pesos –respondió el almacenero.
-Dame ocho bolsas y páguese -con un billete de cinco mil-.
-Tome el cambio.
A las dos cuadras de regreso a casa y pasando por la plaza de la villa, me percaté que el egoísta almacenero me dio mil pesos demás en el vuelto. Dos billetes de mil venían pegados. Allí comenzó mi dilema. Sentado en una platónica banca de la plaza recordaba la avaricia de don Pedro, frente a las pellejerías y agudas aflicciones experimentadas por esta comuna rural, sobre todo la del último terremoto. Una ráfaga de fotografías vívidas volaban dentro de mí, como evidencias que no daban tregua. Me puse de pie e inicié mi marcha nomás. Fueron tantos los gestos históricos indeseables del almacenero, que obviamente no se merecía que le reintegrara el verde billete de mil pesos que me donó involuntariamente. Dios lo multó y yo no me iba a involucrar. Y seguía caminando. Mentía con tal desparpajo y destreza que muchos concluimos que entraría pronto en el apostolado de la política. Avanzando sin vacilar y enrabiado ingresé raudamente a su gran local y le devolví el billete de mil pesos. Y floté en el aire, limpio.
-¿Cuánto vale la bolsa de esas manzanas? –pregunté.
-Quinientos pesos –respondió el almacenero.
-Dame ocho bolsas y páguese -con un billete de cinco mil-.
-Tome el cambio.
A las dos cuadras de regreso a casa y pasando por la plaza de la villa, me percaté que el egoísta almacenero me dio mil pesos demás en el vuelto. Dos billetes de mil venían pegados. Allí comenzó mi dilema. Sentado en una platónica banca de la plaza recordaba la avaricia de don Pedro, frente a las pellejerías y agudas aflicciones experimentadas por esta comuna rural, sobre todo la del último terremoto. Una ráfaga de fotografías vívidas volaban dentro de mí, como evidencias que no daban tregua. Me puse de pie e inicié mi marcha nomás. Fueron tantos los gestos históricos indeseables del almacenero, que obviamente no se merecía que le reintegrara el verde billete de mil pesos que me donó involuntariamente. Dios lo multó y yo no me iba a involucrar. Y seguía caminando. Mentía con tal desparpajo y destreza que muchos concluimos que entraría pronto en el apostolado de la política. Avanzando sin vacilar y enrabiado ingresé raudamente a su gran local y le devolví el billete de mil pesos. Y floté en el aire, limpio.
Del blog índice LAS SOTANAS DE SATÁN
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