No quiero pensar en la muerte, no me agrada dialogar del más allá porque
nada habría después de expirar. Reflexionar sobre mi residencia en el
cementerio me amarga, me embrolla. En la tumba sólo hay oscuridad y gusanos que
se alimentan de mi ser. Es preocupante que tanto religioso centre parte de su
vida y de su credo en las consecuencias de la defunción con sesudos análisis y
comentarios. De esta triste finitud pasamos a una bulliciosa eternidad? No lo
sé. Cuando veo mi lápida con mi nombre me asusto, aunque no lo reconozca
públicamente. Días enteros he girado alrededor de mi ataúd consumido por la
ansiedad y la duda. Es que tengo que ser un escéptico consecuente, cumplir con
el perfil del intelectual posmoderno. No veo ninguna luz al final del túnel. Cuando
estoy solo con mi alma mi fallecimiento no me genera ningún regocijo, es más,
al pensar en mi funeral me complico entero, en silencio. Me gustaría decir que
cuando uno se muere todo termina y la historia concluyó. Hay una voz que a
veces dentro de mí me grita con angustia que la muerte es la fecha más
importante en la sempiterna existencia del hombre. Es un evento transcendental.
Sí, el alma es inmortal. Otros hasta celebran todo lo que viene a continuación
del deceso con una seguridad impresionante. A mí no me agrada demasiado hablar
de las defunciones y cada vez que diviso en mi mente mi lápida, que parece que
desea notificarme de algo, me pongo demasiado nervioso.
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