Era la más atractiva de la fábrica y tal vez de la
comuna y yo como joven profesional enloquecí en parte. Empezamos a salir y con
el tiempo la pasión devino. Ella de 20 años y yo de 30. Ambos solteros y sin
hijos. A ella los pretendientes y postulantes a marido le sobraban, por su
belleza. Entre manoseo y calentura no analicé bien sus defectos y virtudes. A decir
verdad entre tanta caricia vertiginosa no analicé nada y me enamoré como un
bobo. Ella en el fondo de su ser deseaba un cónyuge y no el ser una clienta habitual
del motel “El pezón de yeso”. Así me puso contra la pared con su nómina de adeptos
sobre la mesa. La boda en líneas generales fue sencilla y el vestido de novia impresionante.
La mayoría de los hombres se ven felices en el día de su matrimonio y yo era un
novio hechizado más, por sus sugerentes encantos. La esposa rápidamente asume
el mando, de todo, como una costumbre ancestral. Con los años tuve tiempo para examinar
más detenidamente sus defectos y el océano de virtudes que yo le asignaba
gratuitamente, desde el ardor. A medida que la fogosidad marital disminuía mi
capacidad de evaluarla con precisión aumentaba cuantiosamente. No entiendo como
me pude equivocar tanto, medio a medio. En mi soltería mis únicos puntos de
referencia eran su trasero y el vaivén. Me mostró su cuerpo desnudo y dejé de
ver, de pensar. Casarse así es ir al altar ciego, y eso es injusto.
Del blog índice LAS
SOTANAS DE SATÁN
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