Treinta y seis años trabajando como un burro en esta multinacional y me jubilé, pensando en mi
pequeña amante de treinta años de edad con la cual ya convivía hace unos meses.
Fue mi secretaria y amiga íntima por cinco ardorosos años. Cameron era el
complemento perfecto en mi gastada y aburrida existencia. A ratos me creía un
adolescente, un humorista. Con mi primera esposa nos separamos civilizadamente.
Ella se quedó con la casa ampliada en la que arrienda piezas, con la camioneta,
los muebles y lo demás, que era bastante. Me firmó el divorcio algo apenada y
con unos improperios gruesos al aire. Con mi envidiada pensión líquida de dos
mil dólares comencé literalmente una nueva época de romanticismo y palpamientos
sin fin, en la nueva y sencilla casa que arrendamos. De repente todo cambió
cuando me relata cuidadosamente que estaba embarazada, situación que habíamos
acordado que no sucedería en pos de nuestra fogosidad. El carácter de Cameron
no era igual y llegó un momento en que no quería nada conmigo y se fue a la
casa de su madre blandiendo agresiones verbales y un trato inadecuado. Y si
bien algunas veces me enojo nunca le levanté la voz con vocablos soeces e ira
como le juró a un juez que me obligó a traspasarle el 50% de mi pensión a Cameron,
a través de una retención judicial que es irreversible hasta que nuestro hijo
recién nacido cumpliera los 18 años de edad. Los buenos abogados no me
sirvieron de nada. Hoy Cameron se divierte disolutamente y percibe la mitad de
mi pensión. Al parecer jamás creyó en la fidelidad como principio férreo. El año
y medio que cohabitamos jamás lo olvidaré. Por razones económicas no tengo
relación amorosa alguna y arriendo una humilde casa en la periferia del barrio
de mi niñez pobre. Mi estándar bajó bruscamente de una casa grande y hermosa a
una precaria ratonera. Aprendí a cocinarme, a encerar y a lavarme la ropa, entre
otros. Estoy solo. Decenios de trabajo como profesional ejecutivo exitoso los
lancé por la borda por la movediza cintura de una joven mujer que al principio
fue melosa y juguetona conmigo, con promesas de humo. Desde mi absoluta
austeridad he recapacitado duramente sobre las consecuencias de la lujuria,
arribando a conclusiones potentes.
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