viernes, 14 de abril de 2017

CREO QUE ES EL AMOR DE MI VIDA


Ambos teníamos trece años y cursábamos el séptimo básico en la Escuela 1. Fuimos conversando y conociéndonos en los recreos y en las plazas. Lisa iba en un curso distinto. Los fines de semana nos juntábamos en hogares alternados. Cada uno ponía su casa para la siguiente fiesta. La ciudad en ese entonces era segura. Yo la observaba como un idiota y hasta los floreros se daban cuenta. De la noche a la mañana me convertí en un discípulo de Romeo. A ella le agradaba bailar conmigo y siempre estaba cerca y eso me trastornaba. Quería suponer que nuestro amor estaba predestinado. No podía ser de otra forma. No creía en las coincidencias. Una noche, no sé de donde tomé valor y la invité a conversar al balcón y le pedí, colorado entero y avergonzado, que fuera mi polola. Ella guardó un aterrador silencio y me dijo que lo pensaría una semana y que me contestaría el próximo sábado en la noche, en la siguiente fiesta. No hice objeciones. Bailamos unos lentos y me fui a mi casa escoltado por ángeles cantores. Mi hermano mayor se reía y me daba un muy buen pronóstico porque cuando la respuesta es no las mujeres lo expresan de inmediato. Las probabilidades y las estadísticas estaban a mi favor. Esa semana se me hizo un año, una película de terror. En el recreo escolar intercambiábamos gestos y palabras y mi cara de enamorado era todo un exceso, un espectáculo. Me comí todas las uñas hasta que llegó el esperado sábado en la noche, con luna llena, además. Lisa, bien vestida y perfumada me llamó a un lado algo escondido y me dijo que sí, que aceptaba ser mi polola y entonces la besé, rodeado de nubes. No podía creer lo que me sucedía y trataba de calmarme. Esa noche no nos separamos ni por un segundo. Para mí Lisa lo era todo y nada más había o existía en este mundo. En el recreo estábamos juntos con discreción. Caminaba al lado de ella como si fuera su sombra y le escribía un poema todas las semanas. Yo no era normal. Todos ya sabían que Cupido pasó por el séptimo grado. La severa inspectora no aceptaba los amoríos en la prestigiosa Escuela Fiscal 1. Era noviembre y se acercaban la navidad y las vacaciones en nuestra querida Arica, llena de playas y sol. Lisa obviamente era mi futura novia y esposa. Todo en mí estaba resuelto y no conjeturaba otras alternativas. Mi hermano ya no se reía tanto y al verme embobado me pedía calma y que caminara más despacio. Ese año nuevo que pasé en la playa Chinchorro con Lisa fue soñado. Toda la ciudad se iba a la playa a ver los fuegos artificiales. Lisa se aprovechó de despedirse temporalmente porque se iba de vacaciones a Viña del Mar junto a su tío Evaristo. Me entristecí. Nos escribíamos todas las semanas hasta que en una oportunidad me comunicó que se matricularía en marzo en una escuela viñamarina. El padre de Lisa fue ascendido en la empresa y se fue de Arica por siempre. El drama en mi vida comenzaba y mi hermano se preocupaba más. Nos prometimos mil cartas pero desde mayo de ese mismo año ya casi no me escribía y yo por dentro me moría y le supliqué que me dijera la verdad o de lo contrario iría a la ciudad jardín a buscarla personalmente. Entonces ella me señaló con claridad que amaba a un joven de catorce años que cursaba primero medio en su colegio y que salían juntos desde mayo. Era el segundo mazazo. Primero se me iba y segundo ya no me amaba en lo más mínimo. Lisa me olvidó, el cataclismo es completo. Comprendí porque el Apocalipsis es tan popular. La que iba a ser mi esposa y el amor de mi vida era nada. Terminé mi octavo año sin recomponerme del todo. Me sentaba en los lugares que nos habíamos sentado juntos sin olvidar ninguno, abrazando el aire. En la secundaria también besé y bailé con otras señoritas y borré de la memoria casi todo. Terminé la universidad y hallé un buen empleo en Santiago y de repente me encuentro cara a cara con Lisa en el Paseo Ahumada. Los dos teníamos veinticinco años. La conversación fue rutinaria y mi respiración fue siempre normal porque no sentí nada especial, absolutamente nada. Con una taza de café bastó. Era otro y ella se veía distinta, sin esa chispa del séptimo grado. No inquirí en mayores detalles. Me reconoció con agrado que la amé como un genuino loco. Ambos seguíamos solteros. Nos despedimos y no le pedí su número de teléfono y no nos volvimos a ver. La que fue el amor de mi vida y que me había generado ilusiones y tormentos se había ido, ya no existía. Cuando paso por la Escuela 1 recuerdo con cierta nostalgia tonta a la que iba a ser mi cónyuge, mi Julieta. Lisa me dijo que todos mis poemas estaban bien guardados en una caja y yo como poeta soy y fui un desastre garantizado.










miércoles, 12 de abril de 2017

OTRO ÁNGULO DE LA FE


Ingresaba a misa cada domingo y siempre intentaba ponerme a dos o tres bancas de alguna señorita de buena figura. A veces me desconcentraba por mirarla o mirarlas. La asistencia dominical era vigorosa en esos días. No me pregunten sobre las profundidades de la homilía porque yo estaba relativamente ausente. Después supe que otros hermanos en Cristo hacían lo mismo con el mismo disimulo descomunal y sacro. Era una forma irreverente y recurrente de ejercitar la fe en el mocerío. Quizás el culpable eran mis veinte años. Sin la presencia de estas atractivas creyentes en la parroquia mi credo menguaba notoriamente. Algunas bautizadas eran coquetas y nos estimulaban. Rezar el padrenuestro entre puros hombres era tedioso. Lo mismo ocurría con las procesiones, peregrinaciones y otras expresiones del credo. En la misa de la cercana iglesia “Perpetua Virginidad de María” los adolescentes observaban a las solteras con imaginación, las damas y monjas miraban al atractivo sacerdote muy concentradas y el sacerdote se deshacía en atenciones con el sacristán y futuro seminarista. Todo era un secreto a voces, claro está. Eso sí, la lectura de las epístolas era con un rostro santo. Muchas veces las motivaciones de la fe eran carnales, terrenales. Hay que decirlo sin ambigüedades. Otros, generalmente los más adultos, iban a la misa de domingo sólo porque le temían al infierno, una vez que examinaban detenidamente su hoja de vida. Querían sumar todos los puntos posibles a su favor a la máxima velocidad. Antes de morir, muchos bautizados se aferran a la fe con dientes y muelas, como preocupados. El singular purgatorio era una luz, una ilusión fornida. Otros van, con cara de arrepentidos y silenciosos, por acompañar a la esposa como haciendo alguna penitencia. Cada católico esgrime sus excusas. No todos experimentan la religiosidad por las mismas razones. Siempre hay algo que ganar, algo que pedir, algo que esperar, algo que ver. Es una tradición que los más devotos te apunten con el dedo, que te analicen con prolijidad. El punto en común en mi parroquia es que todos participaban de la liturgia porque sus padres participaron primero. Es como heredar el gusto por un equipo de fútbol. Hoy muchas misas están casi vacías. Se perdió esa fe de los buenos viejos tiempos.












martes, 11 de abril de 2017

EL TREN MÁGICO


Desde niño vi como los jóvenes del campo se subían con esperanzas al tren en la estación “Riachuelo” que los trasladaba a Santiago, a la gran capital en busca de nuevas oportunidades o tal vez como una forma de alejarse de la inmutable desventura agrícola. Algunos hablaban de un gran futuro. En ese campo el trabajo consistía en someterse al látigo de don Aurelio o nada, que junto a su familia eran los dueños de la tierra en aquellos años. Cuando crecí yo me subí con fe al tren mágico casi sin pensarlo con una pena de mi madre y un consejo rudo de mi padre de que “la vida es demasiado dura” sin importar en donde resida el cándido peón. En Santiago, después de batallar muchos años, terminé viviendo hacinado en un cité de la periferia con mi familia. Era un obrero de la construcción esquivando el hambre con malabares. El empresario Lorca nos pagaba mal porque la mano de obra barata sobraba. En todos lados era lo mismo. La pobreza fue mi compañera desde la cuna, en la pocilga cerca del río, hasta mi insignificante partida. En la existencia hay que tomar decisiones definitivas y yo opté por el tren mágico que casi siempre me generó la sensación de que huía de las carencias de mi niñez. Esa energía fue útil. Y no iba a regresar derrotado a “Riachuelo”. En el bar era difícil definir cual historia era más desconsoladora que la otra. Cada botella era una tragedia griega, la clase obrera y campesina lo eran. La desnutrición era un problema nacional, una vergüenza. La desdicha era el adn de casi todos mis compatriotas. Cual más cual menos éramos todos piojentos. Fanfarronear era irrisorio. Las excepciones habitaban en barrios lejanos y bien protegidos. Cada uno se subía o inventaba un tren mágico. Los había de diferentes colores y dimensiones. Era el fármaco natural y poético del postergado, junto al vino. La imaginación estaba repleta de estaciones de trenes que nos llevaban a sitios espaciosos y florecientes. Cuando dejé de creer en el ferrocarril por ser viejo vi a un joven subirse a uno y a una madre llorar. Guardé un respetuoso silencio. La esperanza renacía. El ciclo de la vida real es insufrible, los ciclos de nuestras fantasías son tolerables y nos despegan del suelo por periodos indeterminados.







domingo, 9 de abril de 2017

GESTIONANDO UN CUPO EN EL MÁS ALLÁ


Artemisa, de sesenta años estaba preocupada porque su enferma madre Irma de ochenta y cinco se estaba despidiendo de este mundo. Logró traer a un sacerdote a la casa para los últimos sacramentos y la inquietud continuaba porque Irma en su juventud fue algo desordenada y aventurera y en esa época era insostenible. Fue una madre aceptable y liberal, adelantada a su tiempo. También invitó a un vecino evangélico y elevó las pertinentes plegarias por su madre. Unos mormones que golpearon su puerta también hicieron lo mismo. No sé cuantas personas y credos oraron por Irma. Artemisa no dejaba pasar ninguna oportunidad piadosa. También compró unas flores a la Virgen del Carmen y San Judas Tadeo, el santo de los imposibles. Cuando Irma falleció se sintió un poco aliviada en lo personal. Gestionó e hizo todo lo posible para que el tránsito al más allá de su progenitora fuera sin dificultades, sin baches. No quería que esa alma se perdiera por la negligencia de una hija. No hay peor trámite que aquel que no se realiza. Materializó todo lo que estuvo a su alcance. Irma ya descansa en paz. En estos momentos la mayor preocupación de Artemisa, que también participó de manchas notorias, es ella misma y se pregunta con un espíritu jadeante ¿quién formalizará mi viaje al más allá con la misma viveza y diligencia? Dada su soledad su angustia se incrementaba con el pasar de los veloces meses. Es que por miedo a equivocarse no quería apostar todas sus fichas a una sola confesión de fe. Era muy arriesgado y un error en esta área es fatal. Anhelaba estar al lado de su madre y no sabía a quien encargarle la tan delicada misión de las pluralistas últimas plegarias y tareas. Y como no confiaba en nadie su desasosiego se extendía. Todos los días le pesan. Es que con la eterna alma humana no se juega.

sábado, 8 de abril de 2017

EL ROCKERO INVENCIBLE


El “coroco” nació escuchando rock and roll. Su mamá era fanática de Elvis y de Bill Haley y sus cometas. Y como poseía una destreza musical considerable su apego y vicio por la guitarra no se hicieron esperar. Siguiendo su natural indocilidad adolescente quería experimentar algo más potente, y fue más allá. Formó la banda de rock pesado “Mausoleo” en las que interpretaba éxitos extranjeros y algunos propios. En la ciudad los metaleros duros formaban una comunidad, una congregación o una secta, como dirían otros. Como terminó la secundaria en un politécnico como técnico contable trabajaba en una empresa privada de día, encubriendo sus tatuajes. De noche el “coroco” era un guitarrista aplaudido y apreciado y se juramentó con otros ser metaleros hasta el fin, ser consecuentes siempre. El metal se lleva por dentro. El sentimiento era poderoso y profundo. No ganaba casi nada de dinero porque el público metalero leal y disciplinado era poco en la ciudad y la recaudación penosa, escueta. Ahí conoció a Piedad, que llegó por curiosidad a escuchar a los metaleros y le llamó la atención el vehemente guitarrista de “Mausoleo”. El amor y los besos fueron rápidos, y sinceros. Cuando ella quedó embarazada armaron una pieza especial en la casa del rockero de clase media. No se casaron porque el amor y el niño no necesitan papeleos. Una vez ella fue a comprar al centro e ingresó inesperadamente a la casa el baterista del grupo que elevó el volumen de la radio metalera y el bebé se despertó llorando. No era la primera vez que ocurría. Otra vez Piedad regañaba al “coroco” y le suplicaba que abandonara ese ensordecedor y endemoniado estilo. Le rogaba que conformara una banda de cumbia o salsa y que trabajara en un local nocturno por una remuneración que les ayudara realmente. La salsa, el merengue y la cumbia tenían muchísimos clientes y aficionados adultos con billetes en el bolsillo. El dinero y el talento se atraen. Para ella que un guitarrista de treinta años insista en un estilo que empobrece y que le revienta los oídos a cualquiera era ya inaguantable. Piedad le seguía implorando y en más de una oportunidad pensó en abandonarlo mas amaba a su guitarrista y administrativo de bajo perfil. No estudiaba más porque su pasión lo absorbía. Pasaron los trienios y todo continuó igual. La existencia de la familia fue plana. No había un futuro para ella o para su hijo y había en el hogar un músico capaz que no agachaba su cabeza ante el dinero o ritmos bailables que insultaban sus hondos principios rockeros. La música popular transaba, se vendía. Ser de una sola línea, enfrentando los duros momentos de la vida, siempre es difícil. Un día, cuando el “coroco” cumplió cincuenta años de edad fue premiado públicamente por la comunidad metalera por su gran aporte al rock pesado de la ciudad. Más de treinta años junto a “Mausoleo” levantando las banderas de la rebeldía le dieron cierto prestigio y reconocimiento. El “coroco” nunca se prostituyó. Era como un monje del rock. El “coroco”, emocionado, prometió seguir siendo consecuente y coherente con la controvertida música pesada hasta el último día, sin importar las peripecias, las privaciones o las desgarradoras críticas. Piedad, que no quería saber nada de la premiación, se enfadó una vez más y una vez más de nada sirvió. Dicen que el “coroco” murió con una guitarra negra en las manos. A pesar de que perdió parte de su capacidad auditiva, fue fiel a su pasión. Son pocos los hombres consecuentes.