Éramos novios jóvenes y asistíamos a misa todos los domingos. Y entonces ella me notifica lo que insinuaba con vigor y ciertas dudas hace meses. Había tomado la elevada y beata decisión de ser monja, de las hermanas del pío sacramento, con 18 años de edad. Anhelaba ser una devota descalza, adoradora de la santa cruz del Emancipador. En su casa todos eran católicos. Y se fue un 2 de enero a aquella ciudad pidiéndome que elevara profundas plegarias por su llamado del Señor, por la que sería la futura sor Frida. Yo respetando su decisión con mucho dolor y amor participé de cadenas de oraciones, de novenas, de cuanta peregrinación aparecía y rezaba como nunca, por ella, absolutamente todos los días, sin excepción, y como mi amada me enseñó y me lo solicitó, con ternura eclesiástica. Con tantas rogativas levitaba. Desde mi espíritu aceptaba con resignación que la Madre Iglesia necesitaba a Frida a su lado más que yo y seguir enamorado como un bobo de una novicia, de una sierva de la santidad de Jesús, era obsceno, pecaminoso. Hasta que el 4 de marzo de ese mismo año y en plena rogativa fervorosa por la beata me doy cuenta de reojo que Frida estaba en al patio de la capilla comentándole a un amigo que su vocación apostólica se había terminado definitiva e irreparablemente, hace un mes. Algo fatal la desilusionó. Tal vez un sacerdote se tentó al ver su hermosa figura y coquetería. Si no me entregó detalles por algo será. Yo me enfadé mucho con Frida porque me obligó a ser un hondo devoto de la fe por dos meses y cuando la conocí era un agnóstico. Escuchaba las homilías influenciado por ella. Algunos ya pensaban que yo era diácono, al verme tan espiritual y rezador. Un bromista cercano me regaló una dalmática. Nuestro amorío se esfumó y los dos abandonamos las misas por diferentes motivos, buscando nuestro destino, sin mística. La fe quedó en estado vegetal. Cuando me invitan a rezar me exaspero.
jueves, 25 de junio de 2015
(15) UN LLAMADO A LA PREDICACIÓN CON ELÁSTICO
Éramos novios jóvenes y asistíamos a misa todos los domingos. Y entonces ella me notifica lo que insinuaba con vigor y ciertas dudas hace meses. Había tomado la elevada y beata decisión de ser monja, de las hermanas del pío sacramento, con 18 años de edad. Anhelaba ser una devota descalza, adoradora de la santa cruz del Emancipador. En su casa todos eran católicos. Y se fue un 2 de enero a aquella ciudad pidiéndome que elevara profundas plegarias por su llamado del Señor, por la que sería la futura sor Frida. Yo respetando su decisión con mucho dolor y amor participé de cadenas de oraciones, de novenas, de cuanta peregrinación aparecía y rezaba como nunca, por ella, absolutamente todos los días, sin excepción, y como mi amada me enseñó y me lo solicitó, con ternura eclesiástica. Con tantas rogativas levitaba. Desde mi espíritu aceptaba con resignación que la Madre Iglesia necesitaba a Frida a su lado más que yo y seguir enamorado como un bobo de una novicia, de una sierva de la santidad de Jesús, era obsceno, pecaminoso. Hasta que el 4 de marzo de ese mismo año y en plena rogativa fervorosa por la beata me doy cuenta de reojo que Frida estaba en al patio de la capilla comentándole a un amigo que su vocación apostólica se había terminado definitiva e irreparablemente, hace un mes. Algo fatal la desilusionó. Tal vez un sacerdote se tentó al ver su hermosa figura y coquetería. Si no me entregó detalles por algo será. Yo me enfadé mucho con Frida porque me obligó a ser un hondo devoto de la fe por dos meses y cuando la conocí era un agnóstico. Escuchaba las homilías influenciado por ella. Algunos ya pensaban que yo era diácono, al verme tan espiritual y rezador. Un bromista cercano me regaló una dalmática. Nuestro amorío se esfumó y los dos abandonamos las misas por diferentes motivos, buscando nuestro destino, sin mística. La fe quedó en estado vegetal. Cuando me invitan a rezar me exaspero.
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