Es relativamente tranquilizador pecar con esa cartita bajo la manga llamada Purgatorio. Si fallezco en estado de gracia me va a purificar por el tiempo que sea necesario, por las manchas en mi alma que no salieron por mientras habitaba en el planeta tierra. Los pecados veniales desaparecen rápidamente en la limpieza. Si me atropellan con un pecado mortal adentro me voy directo al infierno, sin repechajes. Más mala suerte, imposible. La apuesta es peligrosa. Es que este pecado letal demuele la caridad y la gracia santificante. Te deja calato, el siniestro es irreversible. Ese nerviosismo espiritual y asolador está siempre presente. Está absolutamente prohibido morirse practicando un pecado mortal. Es una tragedia en vivo, sempiterna. Si la muerte no te sorprende confesado las llamas del fuego del infierno perpetuo serán tu próximo chalet. Faltar a la misa es un pecado fatal popular, el adulterio también. Para todo lo demás está el insigne Purgatorio, invento creativo y comercial del papado, que así también le permite controlar y manipular a su rebaño capturando de pasada un gran poder político, económico e inmobiliario. Los que egresan de este doloroso sitio o estado disfrutan de la visión beatífica de Dios con una inmensa alegría. Sufrió una purificación de tres siglos, pero valió la pena. La oración por los difuntos le fue de gran ayuda. Pensó que lo habían olvidado. Tres siglos de apaleo dejan huellas y marcas sicológicas. A veces no se respeta el orden de llegada. El inexistente Purgatorio es un analgésico que da garantías. Casi todos los católicos van a experimentar este ardiente e imborrable saneamiento. Expirar en estado de gracia es un requisito inalterable. Confesándote día por medio disminuyes los riesgos.
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JAIME FARIÑA MORALES
ARICA-CHILE
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