Ser monje es consagrarse al divino oficio de la oración, viviendo y trabajando en una congregación. Después de los votos decisivos te encierras respetando la normativa del monasterio, apartándote del sufrimiento y angustias de los pobres y pecadores. Es como un castigo anticipado y voluntario. Todo lo solucionas desde tu celda rezando por los petitorios y necesidades de la comunidad. Huir con santa fe de la realidad existente en la barriada no es tan mala idea, cerrando los ojos. Con la clausura vives en paz más allá del desastre exterior que ya no te altera. Formar una familia, trabajar y pagar facturas es terrible. Consagrarse al Padre de cuerpo y alma es desmarcarse de lo demás. Es ser un antihéroe de la fe. Contemplar a Dios sin empaparse del padecimiento del prójimo es una santificación dudosa. Los apóstoles estaban en la batalla del día a día entre la gente, por la gente. Ninguno se autocondenó a una cadena perpetua y menos a una tan radical y agresiva. Es posible que la soledad te liquide. No todos soportan estoicamente esta zozobra anómala.
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JAIME FARIÑA MORALES
ARICA-CHILE
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